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martes, 27 de marzo de 2007

PALABRAS DE GABO ( Cartagena de Indias, 26 de marzo de 2007)

El siguiente es el relato de Gabriel García Márquez en el acto realizado
el 26 de marzo de 2007 en Cartagena de Indias con motivo del lanzamiento
de la nueva edición de Cien Años de Soledad.


Fecha: 03/26/2007 -

"No sé a qué horas sucedió todo""

"Ni en el más delirante de mis sueños, en los días en que escribía Cien
Años de Soledad, llegué a imaginar que podría asistir a este acto para
sustentar la edición de un millón de ejemplares. Pensar que un millón de
personas pudieran leer algo escrito en la soledad de mi cuarto, con 28
letras del alfabeto y dos dedos como todo arsenal, parecería a todas
luces una locura.

Hoy las academias de la lengua lo hacen con un gesto hacia una novela
que ha pasado ante los ojos de cincuenta veces un millón de lectores, y
hacia un artesano, insomne como yo, que no sale de su sorpresa por todo
lo que le ha sucedido.

Pero no se trata ni puede tratarse de un reconocimiento a un escritor.
Este milagro es la demostración irrefutable de que hay una cantidad
enorme de personas dispuestas a leer historias en lengua castellana, y
por lo tanto un millón de ejemplares de Cien Años de Soledad no son un
millón de homenajes al escritor que hoy recibe, sonrojado, el primer
libro de este tiraje descomunal. Es la demostración de que hay millones
de lectores de textos en lengua castellana esperando, hambrientos, de
este alimento.

No sé a qué horas sucedió todo. Sólo sé que desde que tenía 17 años y
hasta la mañana de hoy, no he hecho cosa distinta que levantarme
temprano todos los días, sentarme frente a un teclado, para llenar una
página en blanco o una pantalla vacía del computador, con la única
misión de escribir una historia aún no contada por nadie, que le haga
más feliz la vida a un lector inexistente.

En mi rutina de escribir, nada he cambiado desde entonces. Nunca he
visto nada distinto que mis dos dedos índices golpeando, una a una y a
un buen ritmo, las 28 letras del alfabeto inmodificado que he tenido
ante mis ojos durante estos setenta y pico de años.

Hoy me tocó levantar la cabeza para asistir a este homenaje, que
agradezco, y no puedo hacer otra cosa que detenerme a pensar qué es lo
que me ha sucedido. Lo que veo es que el lector inexistente de mi página
en blanco, es hoy una descomunal muchedumbre, hambrienta de lectura, de
textos en lengua castellana.

Los lectores de Cien Años de Soledad son hoy una comunidad que si
viviera en un mismo pedazo de tierra, sería uno de los veinte países más
poblados del mundo.

No se trata de una afirmación jactanciosa. Al contrario, quiero apenas
mostrar que ahí está una gigantesca cantidad de personas que han
demostrado con su hábito de lectura que tienen un alma abierta para ser
llenada con mensajes en castellano.

El desafío es para todos los escritores, todos los poetas, narradores y
educadores de nuestra lengua, para alimentar esa sed y multiplicar esta
muchedumbre, verdadera razón de ser de nuestro oficio y, por supuesto,
de nosotros mismos.

A mis 38 años y ya con cuatro libros publicados desde mis 20 años, me
senté ante la máquina de escribir y empecé: "Muchos años después, frente
al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de
recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo".

No tenía la menor idea del significado ni del origen de esa frase ni
hacia dónde debía conducirme. Lo que hoy sé es que no dejé de escribir
ni un solo día durante 18 meses, hasta que terminé el libro.

Parecerá mentira, pero uno de mis problemas más apremiantes era el papel
para la máquina de escribir. Tenía la mala educación de creer que los
errores de mecanografía, de lenguaje o de gramática, eran en realidad
errores de creación, y cada vez que los detectaba rompía la hoja y la
tiraba al canasto de la basura para empezar de nuevo.

Con el ritmo que había adquirido en un año de práctica, calculé que me
costaría unos seis meses de mañanas diarias para terminar.

Esperanza Araiza, la inolvidable Pera, era una mecanógrafa de poetas y
cineastas que había pasado en limpio grandes obras de escritores
mexicanos, entre ellos "La región más transparente", de Carlos Fuentes;
"Pedro Páramo", de Juan Rulfo, y varios guiones originales de don Luis
Buñuel.

Cuando le propuse que me sacara en limpio la versión final, la novela
era un borrador acribillado de remiendos, primero en tinta negra y
después en tinta roja, para evitar confusiones. Pero eso no era nada
para una mujer acostumbrada a todo en una jaula de locos.

Pocos años después, Pera me confesó que cuando llevaba a su casa la
última versión corregida por mí, resbaló al bajarse del autobús, con un
aguacero diluvial, y las cuartillas quedaron flotando en el cenegal de
la calle. Las recogió, empapadas y casi ilegibles, con la ayuda de otros
pasajeros, y las secó en su casa, hoja por hoja, con una plancha de ropa.

Lo que podía ser motivo de otro libro mejor, sería cómo sobrevivimos
Mercedes y yo, con nuestros dos hijos, durante ese tiempo en que no gané
ningún centavo por ninguna parte. Ni siquiera sé cómo hizo Mercedes
durante esos meses para que no faltara ni un día la comida en la casa.

Habíamos resistido a la tentación de los préstamos con interés, hasta
que nos amarramos el corazón y emprendimos nuestras primeras incursiones
al Monte de Piedad.

Después de los alivios efímeros con ciertas cosas menudas, hubo que
apelar a las joyas que Mercedes había recibido de sus familiares a
través de los años. El experto las examinó con un rigor de cirujano,
pasó y revisó con su ojo mágico los diamantes de los aretes, las
esmeraldas del collar, los rubíes de las sortijas, y al final nos los
devolvió con una larga verónica de novillero: "Todo esto es puro vidrio".

En los momentos de dificultades mayores, Mercedes hizo sus cuentas
astrales y le dijo a su paciente casero, sin el mínimo temblor en la
voz: "Podemos pagarle todo junto dentro de seis meses".

"Perdone señora -le contestó el propietario-, ¿se da cuenta de que
entonces será una suma enorme?".

"Me doy cuenta -dijo Mercedes, impasible-, pero entonces lo tendremos
todo resuelto, esté tranquilo".

Al buen licenciado, que era un alto funcionario del Estado y uno de los
hombres más elegantes y pacientes que habíamos conocido, tampoco le
tembló la voz para contestar: "Muy bien, señora, con su palabra me
basta". Y sacó sus cuentas mortales: "La espero el 7 de setiembre (sic)".

Por fin, a principios de agosto de 1966, Mercedes y yo fuimos a la
oficina de correos de la ciudad de México, para enviar a Buenos Aires la
versión terminada de Cien Años de Soledad, un paquete de 590 cuartillas
escritas a máquina, a doble espacio y en papel ordinario y dirigidas a
Francisco Porrúa, director literario de la editorial Suramericana.

El empleado del correo puso el paquete en la balanza, hizo sus cálculos
mentales y dijo: "Son 82 pesos".

Mercedes contó los billetes y las monedas sueltas que le quedaban en la
cartera, y se enfrentó a la realidad: "Sólo tenemos 53".

Abrimos el paquete, lo dividimos en dos partes iguales y mandamos una a
Buenos Aires, sin preguntar siquiera cómo íbamos a conseguir el dinero
para mandar el resto. Sólo después caímos en la cuenta de que no
habíamos mandado la primera sino la última parte. Pero antes de que
consiguiéramos el dinero para mandarla, ya Paco Porrúa, nuestro hombre
en la editorial Suramericana, ansioso de leer la primera mitad del
libro, nos anticipó dinero para que pudiéramos enviarla. Fue así como
volvimos a nacer en nuestra vida de hoy.

Muchas gracias".

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